Nada. Nada.
Nada. Nada.
No ropas, tardes de cine,
baldosas grises deambuladas.
Mirad. Mirad este ábrol de siete ramas.
Mirad cómo quiero hojas, hojas verdes,
cómo quiero meterme en la savia de su corta delicia.
Entre estos vidrios terrenales,
entre estas fotos crueles que tanto me ablandan,
muerdo las esquinas en busca
de unos dientes que no se rompan,
de una caricia eterna
cuya mano no sea huella sino indestructible acero.
Me estoy muriendo.
Esta máquina es demasiado cierta.
Vosotros sois demasiado míos.
Ojalá estuviera soñándome la mente,
la mente, la mente;
Ahora ya basta.
Supongo que ésta , mi sensible caja,
necesita la amnesia de su existencia propia,
tanto como se desean las lunas otoñales,
las ilusas lunas...
Y ahora,
ya basta.
Basta de algodones,
estoy aquí, y eso me dice
que vosotros os marchais...
Basta. Os vais a marchar.
Dios, te ordendo que existas.
Autómatas míos,
yo soy un monstruo inmerecedor.
No ropas, tardes de cine,
baldosas grises deambuladas.
Mirad. Mirad este ábrol de siete ramas.
Mirad cómo quiero hojas, hojas verdes,
cómo quiero meterme en la savia de su corta delicia.
Entre estos vidrios terrenales,
entre estas fotos crueles que tanto me ablandan,
muerdo las esquinas en busca
de unos dientes que no se rompan,
de una caricia eterna
cuya mano no sea huella sino indestructible acero.
Me estoy muriendo.
Esta máquina es demasiado cierta.
Vosotros sois demasiado míos.
Ojalá estuviera soñándome la mente,
la mente, la mente;
Ahora ya basta.
Supongo que ésta , mi sensible caja,
necesita la amnesia de su existencia propia,
tanto como se desean las lunas otoñales,
las ilusas lunas...
Y ahora,
ya basta.
Basta de algodones,
estoy aquí, y eso me dice
que vosotros os marchais...
Basta. Os vais a marchar.
Dios, te ordendo que existas.
Autómatas míos,
yo soy un monstruo inmerecedor.
Rocío Vílchez Lobato
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