Un segundo o una eternidad bastan
Un segundo o una eternidad bastan
para oír un murmullo ahogado.
Hoy regresé de nuevo a tu puerto
sin encontrar más amarras
que los hilachos rotos que destrocé
para partir.
Quizás el sufrimiento de vivir
sin la brisa salada de tu aliento
sea castigo suficiente,
o quizás no.
Escuché las risas que asomaban,
burlonas, desde tu puerta
y pensé
que ya todo había muerto para nosotros.
Mis pasos, lentamente,
cruzaron las angostas calles del pueblo
y a cada cual me ahogaba más;
y más estrecha me sentía
en ese laberinto de piedras y adoquines.
Al fin y al cabo,
que más daba quedarse aplastado
en algún oscuro rincón de esa maldita ciudad,
si tú ya no estabas
para pisotearme.
para oír un murmullo ahogado.
Hoy regresé de nuevo a tu puerto
sin encontrar más amarras
que los hilachos rotos que destrocé
para partir.
Quizás el sufrimiento de vivir
sin la brisa salada de tu aliento
sea castigo suficiente,
o quizás no.
Escuché las risas que asomaban,
burlonas, desde tu puerta
y pensé
que ya todo había muerto para nosotros.
Mis pasos, lentamente,
cruzaron las angostas calles del pueblo
y a cada cual me ahogaba más;
y más estrecha me sentía
en ese laberinto de piedras y adoquines.
Al fin y al cabo,
que más daba quedarse aplastado
en algún oscuro rincón de esa maldita ciudad,
si tú ya no estabas
para pisotearme.
Cinta I. Rodríguez González
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